Quién diría que lo que le sucede a los demás parece que nunca nos va a tocar a nosotros. Sabemos que otras familias sufren accidentes, enfermedades y problemas de todo tipo, pero el fondo, no estamos preparados para lo que realmente pueda pasar.
El día que a mi padre le diagnosticaron cáncer por primera vez en el año 2005, su mundo se desmorronó por completo. Fue como si un enorme tabique le cayera encima y no pudiese despertar de la pesadilla, como si siguiese sufriendo sin descanso, días tras días, hora tras hora, minuto tras minuto. Si hay un sentimiento desesperante es la incertidumbre de no saber qué va a ser de tí, de comprender que quizás vayas a enfrentarte a algo terrible.
Unos meses después, tras pasar por una complicada operación y una lenta y dolorosa recuperación, logró reponerse con el tiempo.Algunos hábitos en su vida habían cambiado para siempre pero, por lo general, tenía buena calidad de vida. Tan sólo debía realizar chequeos médicos rutinarios.
Lo cierto es, que cuatro años después, creíamos haber vencido la enfermedad. Todo parecía ir bien, sin sobresaltos ni contratiempos. De nuevo había recuperado la rutina del trabajo, las vacaciones, los paseos... en fin, una vida normal, que en estos casos, no es poco.
Nos creíamos verdaderamente afortunados.
Todo cambió desde que, en noviembre de 2008, mi padre empezase a sentirse excesivamente cansado. Entonces comenzaron las analíticas, pruebas y más pruebas. Tres meses después mi padre recibía la peor noticia que podrían hacerle dado: presentaba metástasis. Y todos comprendimos, que nos estábamos enfrentando a algo mayúsculo. Jamás me había sentido tan pequeña, tan impotente, tan insignificante.
La suerte estaba echada y poco podíamos hacer incluso, para consolar a mi padre, que volvía a revivir el horror de varios años atrás, esta vez, con mucho peor pronóstico.
Comprendía que escaparse por segunda vez, era bastante improbable.
Entonces comenzaron las consultas con el oncólogo que ofrecía bastante aliento y esperanza, las interminables sesiones de quimioterapia, que durante algunos meses mejoró la salud de mi padre consideramblemente, largos paseos de sentimientos y filosofía de la vida, que nos sirvio de terapia a ambos, y en general, momentos muy difíciles y dolorosos pero también inolvidables donde a veces se sonreía y nos ocupábamos personalmente de guardar nuestra esperanza bajo llave. Era lo único que nos hacía sentir mejor, por momentos.
Una vez finalizado el primer ciclo, el verano de por medio y vuelta a la vida normal, nuevas pruebas médicas volvían a darnos una bofetada para que despertásemos de nuestro sueño.
El cáncer se había regenerado. Empezábamos a acumular batallas perdidas y encontrar un horizonte se convertía en tarea difícil.
El siguiente fármaco era más agresivo, con caída de pelo incluída, y esta vez los dolores eran más acusados.
La Navidad fue algo amarga. Brindamos a la suerte más que nunca y nuestros deseos se conviertireron en desesperadas plegarias. Era nuestra última Navidad juntos.
Luego disfrutamos de unos cuatro meses más o menos tranquilos aunque el cansancio era cada vez mayor en mi padre y eso dificultaba bastante sus actividades diarias.
Mayo fue un mes gris. Las cosas cambiaban, empeoraban, el silencio estaba cada vez más presente entre nosotros. Realmente, no teníamos ni idea a lo que nos enfrentábamos.
Y sin darnos cuenta, los días pasaban, el verano parecía llegar lentamente.
El último diagnóstico de mi padre fue definitivo. Se había convertido en un enfermo terminal. Ya nada podíamos hacer por él, nadie.
Poco después ingresó en el hospital.
El día 16 de junio a las ocho en punto de la tarde, mi padre murió, junto a mí. En instantes, sentí como si se llevase con él mi alma. Todo había terminado.